03/04/16
*Por María Fernanda Guevara Riera
*Por María Fernanda Guevara Riera
Filósofa
La mirada perpleja
solícita que he venido delineando como pathos
desde el cual aproximarme a América Latina, específicamente Venezuela, y a las
orillas que la han nutrido y la nutren constantemente tiene como fuente de
significado prioritario el viaje. He sostenido en la entrega
inicial que nos movemos en las laberínticas entrañas de nuestro continente
con el fin de
dar cuenta, hasta dónde podamos, de la confrontación entre modernidad y
subalternidad, para intentar una operación “itinerante” entre dos visiones del
mundo con el fin de “traducir” la una a la otra, de “re-escribir” un “texto” en
otro. Dicha traducción busca lograr un “consenso operativo” que nos permita
conciliaciones parciales para así poder delinear soluciones concretas y superar
una y otra vez la crisis en la cual estamos inmersos. Así, el viaje como
metáfora lingüística y existencial ha venido a enriquecer el movimiento de
traducción y re-escritura que nos posibilita imaginar, crear y re-crear
narraciones que nos consientan dialogar los unos con los otros y no los unos
contra los otros.
Ahora bien, ¿qué entiendo por viaje? Tomemos en cuenta que cuando escribo una entrega me hago las siguientes preguntas: ¿para quién escribo, en qué circunstancias lo hago y con qué fin? Porque lo que debe haber quedado claro con los dos artículos anteriores es que el compromiso que tengo con la teoría busca brindar luces a la práctica cotidiana de nuestro país. Así, las dos aproximaciones a la noción de viaje que desarrollaré a continuación las voy a contextualizar a la luz de las precedentes cuestiones con la pretensión de producir un texto que sea un discurso productivo a nivel social.
Primero me parece
oportuno ubicarnos. América latina y particularmente Venezuela ha estado
configurada por viajeros. Más allá de traer como imagen a un pasado colonial de
reminiscencias negativas que nuestro presente no agradecería, he de rescatar aquella
parte del legado que nos permite ser una narración occidental prometedora. Lo
anterior no busca negar la historia de la Conquista y todos los exabruptos que
se cometieron por parte de los que arribaron a nuestras tierras, más bien busca
hacer hincapié en que también somos parte de aquellos que llegaron en la medida
en la cual en el aquí y en el ahora estamos integrados bajo el manto de un
mismo proyecto de convivencia que nos ha configurado y configura diariamente.
Por supuesto que dicho proyecto de convivencia tiene matices y he apostado por
resaltar aquellos que nos facilitan un estar compartido prometedor como país en
sí mismo, como país mirando a la región y como país en relación con las orillas
y el contexto global.
En esta dirección he
de decir que más que el viaje de los primeros conquistadores tengo presente el
viaje de los inmigrantes europeos que vinieron a enriquecer nuestro suelo con
su talento y disposición para hacer las cosas bien. Lo anterior no significa
que los latinoamericanos, específicamente los venezolanos, antes de la oleada
posterior a la Segunda Guerra Mundial hiciéramos las cosas mal, más bien lo que
busco es enfatizar, superando la lógica binaria de opuestos, uno de los puntos
que me parece primordial en la mirada de aquellos que surcan los aires o el mar
para llegar a otras tierras, a saber, que cuando se viaja queremos aprehender
de la cultura local y dar todo lo posible de la nuestra en dicho lugar. De
dichos movimientos de apertura los resultados son siempre enriquecedores tanto
para uno como para otro. Obviamente, el viajar no es condición necesaria y
suficiente para que dicha apertura cultural se alcance pero le otorga mayores
posibilidades a la misma. Venezuela es un ejemplo de dicha integración y
apertura. Los problemas de contacto e integración cultural de los viajeros en
nuestro país no fueron tales o mucho menores que en otras regiones de la
geopolítica occidental. Valga decir que este suelo contribuyó a gestar en mí
una mirada perpleja porque me permitió reconocer que no hay identidades
culturales absolutas sino más bien lo que podemos impulsar es un continuo encuentro
favorecedor para el diálogo transcultural.
Ahora, aproximándonos
a la segunda noción de viaje que he de trabajar en esta entrega, considero que para
viajar no es necesario trasladarse de una tierra a otra físicamente. Inclusive
hay quienes lo han hecho y yo considero que no han viajado auténticamente
porque no han sacado de dicho traslado una mirada perpleja. Puntualizo,
entonces, que podemos viajar inclusive gracias a los textos que nos abren
mundos y permanecer en nuestro terruño. Nos constituimos así en viajeros
gracias a la lectura. Esto es así porque estoy segura que el terruño con dicha
relación textual deja de ser tal para abrirse a un mundo de miradas solícitas
que buscan superar las nociones mío/tuyo, nativo/extranjero, superior/inferior,
propio/impropio y, así, sucesivamente. Cultivamos así con esta noción de viaje
textual la mirada perpleja que favorece el diálogo transcultural al cual he
aludido previamente.
Citando a James
Clifford podemos decir que las vidas de los habitantes latinoamericanos es una
suerte de “residencia en viaje”. En su obra, “Itinerarios transculturales” se
sostiene que “los viajes y los contactos
son situaciones cruciales para una modernidad que aún no ha terminado de
configurarse” (Barcelona, 1997). Así la mirada perpleja que se nutre del
viaje no está extraviada en medio del mundo, sino que gracias a los contactos
diversos mantiene una distancia prudente frente a las afirmaciones que niegan
de entrada el concurso del otro por pertenecer a otra cultura y con otras
tradiciones de procedencia.
El viaje que he
delineado con las dos aproximaciones precedentes más allá de enarbolar una
condición humana busca en su mirar las
cosas unas desde otras expresar los beneficios sociales de sostener la
perplejidad porque en el fondo, el verdadero “viaje” nunca termina: por ello no
apura.