19/09/16
*Por María Fernanda Guevara Riera
Filósofa
El
objetivo del presente artículo es mostrar las razones por las cuales consideramos
al liberalismo político la organización social más adecuada para hacer
emerger de la praxis social un sujeto con mirada perpleja, alterna e itinerante. Más precisamente, suponemos que el
liberalismo político en su forma de gobierno de democracia liberal es aquel sistema que dota de las herramientas
más refinadas a los integrantes de una polis para que éstos, en posesión de un
“escenario neutro” como mínima moral, reflexionen sobre el alcance de sus
visiones de mundo, es decir, sobre sus posturas éticas y sobre los supuestos
sobre los cuales descansan con el fin de obrar, efectivamente y de manera
dialógica, en pro de la construcción de un ethos
compartido que promueva la mirada solícita del otro en lo social.
Entendemos
por democracia una forma de gobierno que pretende alcanzar de facto para todos los integrantes de un Estado “igualdad ante la
Ley”. De esta forma equiparamos el liberalismo y la democracia puesto que
compartimos la idea de los autores liberalistas que sólo los Estados
democráticos son capaces de defender y promover los ideales liberales. Así,
Norberto Bobbio en “El filósofo y la política” puntualiza: “El orden democrático es aquel sistema de
convivencia entre quienes son diferentes que, más allá del plano moral (válido
en pequeños grupos como el familiar o en asociaciones de tamaño reducido),
permite a esos que son diferentes vivir juntos sin (o con un mínimo de)
violencia y transmitir el poder último, que es de tomar decisiones colectivas
obligatorias de manera pacífica”. (BOBBIO, 1996: 234).
Cuando
afirmamos que la democracia liberal dota a los integrantes de una polis de las herramientas
más refinadas para la reflexión de sus nociones de bien nos referimos a que el
liberalismo político favorece la construcción de “lugares comunes”. Esto
significa que dentro del esquema básico de la igualdad liberal encontramos la
firme voluntad y tendencia a generar espacios para la promoción de “igualdad de
oportunidades” a través de la efectiva distribución de recursos que permiten la
paridad no de bienestar sino de oportunidades de desarrollo personal que se
traducen, a la par y posteriormente, en bienestar colectivo. Hablamos de los
derechos sociales a la educación, trabajo y salud prioritariamente. De esta
forma se realiza un ideal de justicia por encima de los ideales sustantivos de
la buena vida. Cuando se trata de establecer lo que como polis vayamos a
entender como bien, el liberalismo político en su tendencia igualitarista
garantiza la puesta en marcha del “escenario neutro” en donde se puedan
dialogar las múltiples aproximaciones al bien con el fin de alcanzar acuerdos
operativos en lo social que tienen como fin último “(…) hacer
menos grande la desigualdad entre quien tiene y quien no tiene, o a poner un
número de individuos siempre mayor en condiciones de ser menos desiguales
respecto a individuos más afortunados por nacimiento y condición social”.
(BOBBIO, 1995: 151)
Ahora
bien, ¿qué ideal formaliza el liberalismo que nos permite sentarnos a dialogar
aún cuando tengamos nociones distintas del cómo se construye una buena vida
tanto en lo personal como en lo colectivo?, ¿qué nos impulsa en la democracia
liberal a querer construir ese “espacio neutro” si tenemos valoraciones y
convicciones existenciales distintas de lo que es una buena vida y, por ende,
así lo queremos plasmar en nuestro entorno? Centramos entonces nuestra elección
demócrata en el presupuesto teórico indiscutible del liberalismo, a saber, la
tolerancia. Es en la tolerancia liberal en donde reposa la posibilidad de
edificación de un sujeto de mirada
perpleja, alterna e itinerante capaz de reconocer en la existencia del otro
a “un otro igual” y, a su vez, es en donde se sustenta e impulsa la necesidad
de construir un ethos compartido más
allá de nuestras profundas convicciones éticas del cómo debe ser construido
dicho ethos. No se pide en la
tolerancia liberal abandonar el juicio que como sujeto tenemos de lo que consideramos
bueno, malo, correcto o incorrecto. Más bien, tomamos la tolerancia como idea
regulativa que nos permite ver en el otro a una persona, basándonos no en una evaluación ética de sus juicios o
comportamientos, sino en un reconocimiento antropológico-filosófico: todos
somos seres humanos y merecemos ser tratados como tales en un espacio
político-social en donde se cultive el crecimiento individual y colectivo. Como
integrantes de la polis merecemos, entonces, que ésta sea el espacio en donde
se nos garantice el ser tratados como personas
por encima de los prejuicios históricos que nos dividen como hombres, a saber,
clase, raza, género, credo, cultura impidiéndonos nuestra integración y
reconocimiento mutuo. “… Una política
igualitaria se caracteriza por la tendencia a remover los obstáculos que
convierten a los hombres y a las mujeres en menos igualitarios.” (BOBBIO,
1995: 16)
Tolerancia
no es indiferencia frente a la voz del otro, tolerancia no es entablar un falso
diálogo en un falso escenario neutro de puras formas, tolerancia no es soportar
y justificar las injusticias sociales: tolerancia es antes que nada el compromiso
que como agentes tenemos en propiciar el “escenario neutro” que garantice, en
la medida en que lo persigamos, un verdadero reconocimiento igualitarista. La
tolerancia liberal auténtica es aquella que está realmente comprometida con el
otro, comprometida con hacer realidad aquellos escenarios de oportunidades que
disminuyen las desigualdades existentes, aquella que en su quehacer cotidiano
promueve “acuerdos razonables” por encima de las nociones de bien particulares
asegurando, de este modo, la convivencia democrática pacífica y constructora
del bien colectivo.
Para
finalizar estimamos que un demócrata auténtico pone en práctica la tolerancia
liberal cuando lucha desde los espacios democráticos con verdadero ahínco para
ver concretados en la realidad social los valores de libertad, igualdad y
justicia y es por ello, precisamente, que no puede ser indiferente frente a la
voz del otro. Justamente el liberal, el demócrata, se conduce como persona cuando reconoce en todos
aquellos que habitan la polis a un “otro igual”, a la persona que debe ser escuchada y a la cual se le deben garantizar
sus derechos sociales. La mirada perpleja que hemos venido delineando en Las perplejidades de América se nutre de la tolerancia liberal porque somos capaces,
gracias a ella, de viajar a través de la mirada y de las necesidades del otro y
no ver en dicho viaje el extravío sino, más bien, el tránsito y el lugar de
reconocimiento intersubjetivo necesario para alcanzar la mirada solícita del otro en lo social que requiere del compromiso
para hacerse realidad.